Parece que tantas veces la rutina nos ahoga… Buscamos mil maneras de cambiar, de hacer nuestro día a día menos monótono, menos ‘igual’, más atractivo. Pero también, cuando estamos inmersos en días de novedad que nos sacan de lo normal, recordamos la ansiada rutina que nos devuelva la estabilidad. Así somos, indecisos, inconsistentes, cambiantes.
Hay tanto que descubrir en la rutina… Cada mañana suena el despertador, sonido penetrante, realista, que me convoca a unas horas de actividad, ya sea laborales o con mil historias a las que dar vida. Un día, entero, por delante para crear, una página más para escribir mi verdad, mi historia. Café para despertar y arrancar la jornada. Otra vez sacar el coche del garaje, ese dichoso espacio minúsculo, apretado, que deja lugar a duras penas para escurrirse por la puerta. Y conducir de forma casi automática al trabajo. ¿Qué me deparará hoy? Trabajar con gente, de cara a la galería como suele decirse, tiene su chispa de encanto. Las conversaciones se repiten, pero siempre son diferentes: ‘Buenos días, ¡cómo está hoy el tiempo!’, ‘¿has descansado?’, ‘¿qué tal todo por tu casa?’. Frases que construyen nuestra realidad y a pesar de cambiar pocas palabras en su provocación, las respuestas que damos siempre aportan algo nuevo.
Media mañana, a reponer fuerzas!! No se concibe el trabajo sin ese descanso ínfimo para echarse algo a la boca y seguir gastando las energías en las horas que nos quedan por delante.
Y así entre agobios, unas veces de tareas acumuladas, sosiego otras de tranquilidad (de un aparente ‘no pasa nada’), risas que van y vienen casi siempre motivadas por nuestras meteduras de pata o nuestros chistes malos que sólo los de nuestro gremio entienden… llega el final de la mañana. ¡Bendita tarde que se abre paso! No es que prometa un tiempo de brazos cruzados. Entre libros, apuntes y las agujas del reloj que no paran su ritmo frenético, echando el tiempo encima, transcurren las pocas horas que se le pueden roban al día para gastar la vida en otros avatares.
La noche oscura en la ventana marca el momento de la cena, no siempre compartida, casi siempre acelerada, acompañada del murmullo de la caja tonta que, mostrando cualquier cosa, rompe el silencio acusado del cansancio de todo un día al pie del cañón.
La cama me espera con los brazos abiertos, con más ganas de acogerme de las que tengo yo por dejarme abrazar. Un minuto para mirar el día con la perspectiva de lo ya vivido. ¿Un día normal? ¿Novedoso? ¿Catastrófico? Sí. Normal, con sus más y sus menos. Bueno, con más ‘más’ que menos. El más que da el saberse atravesada (la vida y una misma) por una presencia real y ausente a la vez, clara y huidiza al mismo tiempo. Como esa sensación que te deja el cuerpo tranquilo y en paz porque, a pesar de no ver, sabes. Sabes que es tiempo de seguir esperando que lo escondido se muestre, lo oscuro se ilumine, lo confuso se aclare. Esperar que quien revolucionó la vida de muchos toque la tuya poniéndola patas arriba. Sí, es adviento, es ‘espera’, es ‘esperanza’. Nada es igual, todo tiene un tiente nuevo: el de los ojos de la ilusión que saben que vendrás, pronto, a llenarlo todo. Aquí me tienes.