Hace un año que el Papa Francisco nos hizo un regalo, un regalo inesperado, sorprendente, gratuito… Nos convocó a la celebración de un año dedicado a la vida Consagrada, un año entero para celebrar, reavivar, agradecer y disfrutar la presencia de la Vida Consagrada en sus diferentes y variadas formas. Y, parece mentira, pero ya llegamos al final de este tiempo precioso, que, al menos a mí, se me ha ido tan rápido…
El Papa nos proponía tres objetivos para este año, que son en realidad un programa para toda la vida: Mirar el pasado con gratitud, vivir el presente con pasión, abrazar el futuro con esperanza: Mirar, vivir, abrazar tres verbos que ya estarán siempre en el vocabulario vital de cada consagrado. Y un equipaje emocional irrenunciable para todo aquel que se lance a la aventura de ser compañero, discípulo, amigo íntimo del Señor Jesús: gratitud, pasión, esperanza.
Al terminar este año y echar la vista atrás hay una vivencia que predomina sobre todas las demás…
y es la de haber experimentado muchas veces y de muchas maneras a lo largo de estos meses la belleza de ser de Jesús, la belleza que supone pertenecerle completamente, haber puesto en sus manos nuestro pasado, presente y futuro. La belleza de poner la totalidad de nuestros afectos, de nuestros sueños, de nuestros pensamientos y de nuestra voluntad a sus pies. La belleza de saber que es nuestra propia vida la que hablará, aún sin palabras, si dejamos que transparente la alegría de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo.
Somos portadores de la mayor alegría, de la plenitud de sentido que viene de vivir con Jesús, de ser sus compañeros, de poder decirle «te amo» con labios de esposa, de poder entregarle todas las energías de nuestra vida con la fe y el amor de los mártires; y de poder ser, como Él, reflejo de la misericordia de Dios en medio del mundo.
La vivencia de nuestra pobreza, castidad y obediencia son una forma de gritar a todos que nuestro corazón encuentra en Jesús su riqueza, su libertad y la plenitud del amor.
No es posible vivir la vida consagrada sin pasión, sin ardor, sin intensidad, sin un cierto grado de desmesura. No es posible vivir para Jesús si no es desde el encuentro personal con Él que busca encontrar en la vivencia de los votos, en la vida en comunión y en la oración la expresión concreta del amor ardiente que nos quema el pecho, que nos inquieta y nos saca de nosotros mismos para ir hacia Él y hacia los demás por Él.
Ser de Jesús hace que nuestra vida sea bella, porque Él es bello y porque su amor nos hace reflejo de su belleza, a pesar de nuestra pequeñez. Así lo entendió ese gran consagrado que fue san Juan de la Cruz: «No quieras despreciarme, que si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste».
Ahora termina el año de la vida consagrada, pero continúa la aventura de nuestras vidas entregadas al Señor y de todas aquellas vidas que Él ya ha tocado y que un día dirán sí y entrarán en este camino de belleza, de alegría y de entrega.