¡Qué difícil me resulta escribir estas letras! Y no por falta de experiencias, emociones y recuerdos que compartir sino por todo lo contrario, por la acumulación de vivencias tan intensas que aún me resulta difícil hablar de ellas, organizarlas en mis recuerdos y, por supuesto, expresarlas en palabras. Tengo el corazón dilatado, vibrante, ardiente… Aún así lo intentaré…
Me piden que cuente qué supone para mí la Consagración Perpetua y puedo decir sin dudar que me ha supuesto rozar la felicidad eterna, tocar con la punta de los dedos, desde esta orilla de la vida, la plenitud de sentido y de amor de la vida eterna, pero concretando más, creo que sobre todo me ha permitido afianzar dos vivencias, ambas muy unidas a dos momentos del ritual y la liturgia de la Consagración. Supongo que según avance el tiempo iré descubriendo nuevas facetas en este inmenso regalo que acabo de recibir y que todavía estoy desenvolviendo, pero por ahora mi pequeña capacidad se centra en estos dos momentos.
La primera experiencia está muy ligada al momento de la Oración Litánica en la que invocamos la ayuda y la protección de los santos. Arrodillada en el suelo, en una postura que expresaba mejor que ninguna la actitud más profunda de mi corazón, mientras íbamos desgranando los nombres de los santos, me sentí íntimamente unida a esa larga cadena de seguidores, de amigos del Señor Jesús. Me sentía de verdad un eslabón más de esa cadena personas enamoradas de Él que desde el año 0 hasta este 2016 no han dejado de amarle, de acompañarle, de dar la vida por Él, de hablar a todos de Él, de testimoniar con cada minuto de su vida que Jesús es la Alegría, el Amor, el Sentido. Me sabía bendecida, acompañada, arropada por ellos, casi podía experimentar tangiblemente a mi lado la compañía de María Magdalena, Pedro, Pablo, Ambrosio, Francisco y Clara, Ignacio, Teresa…¡el Padre Claret y nuestros mártires de la familia claretiana! Y me sentí totalmente indigna de pertenecer a esa cadena, pero por gracia, ligada a ellos para siempre y deseosa de dar también mi vida por Él, de dar cada minuto de mi vida en este mundo para Él.
La segunda experiencia une dos momentos de la celebración; la bendición solemne y la entrega del anillo. De nuevo arrodillada (postura que me encanta porque significa pequeñez, adoración, oración) escuchaba las palabras de la bendición solemne, pero hubo unas que especialmente encendieron mi pecho, me permito compartirlas con vosotros:
«…que Tú seas siempre su honor, su gozo y su esperanza;
su descanso en la aflicción, su fuerza en la debilidad, su consejo en la duda,
su paciencia en la tribulación, su abundancia en la pobreza,
su alimento en el ayuno, su consuelo en la enfermedad…»
Palabras que en ese momento tuvieron para mí una resonancia totalmente nupcial, me recordaba a aquellas típicas palabras de las bodas de «en la pobreza y la riqueza, en la salud y la enfermedad…«, sin embargo mi alegría fue creciente cuando me di cuenta de que algo era muy diferente; en las bodas se dice «hasta que la muerte nos separe», pero para mí la promesa de esta unión profunda con Jesús es hasta que la muerte nos una más, hasta toda la eternidad, para siempre, PARA SIEMPRE… Así, con este deseo ardiente en el corazón recibí la alianza que me recordará, cada día de mi vida lo que se me dijo mientras me la entregaban: «Recibe este anillo, signo de la íntegra y perpetua fidelidad a Cristo, tu Señor…». Reconozco que sobre todo esta alianza me recuerda la íntegra y perpetua fidelidad del Señor conmigo y con toda la humanidad.
Me siento profunda e íntimamente unida a Jesús para siempre; unida a Él para compartir su misma suerte, para estar donde Él desee estar, para vivir por lo que Él vivió, para estar con Él cada segundo de mi existencia y para dejar que me envíe donde Él quiera, para prestarle mi corazón, mi mente, mi voluntad para que pueda seguir viviendo en medio de nosotros. Y ser esposa para ser madre, madre del mismo Jesús que tiene que ser engendrado en el corazón de cada persona que se acerque a mi vida, y serlo al estilo entrañable y ardiente del Corazón Inmaculado de María.
A Ella confío mi consagración, en su Corazón pongo mi vida: pasado, presente y futuro, y en su Corazón elijo vivir, porque sé que estando en él lo tendré todo. Que Ella grabe con el fuego de su Corazón la imagen de Jesús en mi pecho.
Gracias por dejarme compartir la felicidad de este día, ahora pedid por mi fidelidad, para que no deje que se apague el fuego de su Amor en mi vida. Y, no os cortéis a la hora de pedirme que os transmita ese fuego de Amor, estáis en vuestro derecho, para esto me consagra Él, para «arder en caridad y abrasar todo el mundo con el fuego de su Amor».
Pily Pérez