¡Querido amigo! ¡Querida amiga!
Agradeciendo la oportunidad que me brindan las hijas del Corazón de María, aprovecho estas sencillas líneas para compartir contigo aquello que ha ido resonando en mi interior durante esta experiencia pascual de contemplación que he vivido en los días del Triduo Santo en el Colegio San Antonio María Claret de Las Palmas de Gran Canaria. Mi nombre es Andrés, tengo veinte años y soy natural de Almendralejo (Badajoz).
A mi llegada a Las Palmas, cuando aún ni siquiera había transcurrido una hora del aterrizaje, tuve la ocasión de conocer al Padre Pedro Fuertes, quién apenas necesito unos breves instantes de conversación para, invitándome a disfrutar mi estancia en tan hermosa tierra, me deleitó con una de sus más populares frases: “Contemplar el mar engrandece el alma”. Probablemente, el bueno del Padre Pedro, no fuese consciente de que casi sin pensarlo, e incluso, por un simple gesto de amabilidad con el recién llegado, acababa de darme el guión perfecto que se encargaría de conducir mi experiencia orante durante toda la pascua contemplativa. Tanta ternura despertó en mi aquella convencida afirmación, que en todo cuanto iba viviendo los días previos al triduo pascual seguía resonando de fondo aquello de “Contemplar el mar engrande el alma”. Llegó el miércoles santo, y con el atardecer del día el inicio de nuestra experiencia. Guiados por Michel y Carolina, y sirviéndonos de diferentes iconos orientales, comenzamos a adentrarnos en los misterios pascuales de Jesús de Nazaret.
Ciertamente nunca me había servido de este tipo de elementos para la oración, y el pararme a observar durante tanto tiempo las imágenes que se nos proponían no me resultó inicialmente fácil. Es más, siendo sincero, no dejaba de preguntarme: ¿qué más puedo concluir de un cuadro al que llevo mirando una hora? Pero decidí confiar y perseverar en aquello que me ocupaba. Pronto algo comenzó a cambiar, no sé muy bien cómo explicarlo, pero sentía que lo que hasta ese momento estaba siendo cosa mía empezó también a ser cosa del icono, por unos instantes tuve la certeza de que se comenzaba a establecer una actitud de reciprocidad entre el icono y yo, como si ya no fuese yo solo el que miraba, como si Él también deseara contemplarme. Pensé entonces en aquella hermosa historia en la que el Santo cura de Ars, ante las largas horas que un señor mayor pasaba frecuentemente sentado en la Iglesia, se decidió a preguntarle qué hacía, a lo que él respondió: “¡qué voy a hacer Padre! ¡Rezar!”. Acto seguido el cura de Ars le insistió: “¿y cómo reza usted?” Y aquel entrañable señor mayor le dijo: “muy fácil Padre, yo le miro, Él me mira, y nos amamos”.
A partir de ese momento, a raíz de ese pensamiento, algo similar inundó mi corazón. Ya no harían faltas las palabras, no serían necesarias las grandes reflexiones y elucubraciones, sencillamente bastaría con encarnar en mi persona aquella convicción profunda: “yo le miro, Él me mira, y nos amamos”. Qué hermoso ha sido vivir esta experiencia de saberme contemplado por Dios, de alcanzar la certeza de que a pesar de nuestras fragilidades Él sueña a lo grande con nosotros. Qué grande es vivir en la esperanza de que en el silencio se esconde la presencia de un Dios que anhela caminar a nuestro lado.
Doy gracias a Dios por todo lo vivido, y sin querer robarte más tiempo me pregunto contigo: Si contemplar el mar, engrandece el alma; ¿qué sucede si contemplamos a Dios? ¿Qué ocurre si Él nos contempla? Hagamos de Dios nuestro mar, nuestro horizonte, nuestra meta, nuestro porqué, y dejemos que entonces…
“Contemplando el mar, se engrandezca nuestra alma”.
Andrés Esperilla Belinchón